SERMÓN #219 – Una Exhortación a los Pecadores – Charles Haddon Spurgeon

by Oct 23, 2021

Este sermón fue originalmente traducido por http://www.spurgeon.com.mx/ . Todos los créditos del trabajo son para este ministerio. Encuentra el link original a la traducción aquí: http://www.spurgeon.com.mx/sermon219.html


“Este a los pecadores recibe.”
Lucas 15: 2

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Cuando estas palabras fueron expresadas, el grupo que se había reunido junto al Salvador era muy singular, pues el evangelista nos informa que: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle.” Los publicanos conformaban la categoría más ruin de la sociedad, y eran los opresores públicos, menospreciados y odiados por los judíos más insignificantes. Y precisamente ellos, conjuntamente con los más perversos caracteres, la escoria de las calles y el desperdicio de la sociedad de Jerusalén, rodeaban a este predicador poderoso, Jesucristo, para escuchar Sus palabras. Un poco alejados de la muchedumbre, se encontraban unos cuantos ciudadanos respetables, que en aquellos días eran llamados fariseos y escribas: hombres sumamente estimados como autoridades, y dirigentes, y maestros, en las sinagogas. Estos miraban con desprecio al Predicador, y le vigilaban con ojos envidiosos, para sorprenderle en falta. Si no podían encontrar ninguna falla en Él, fácilmente podrían encontrarla en Su congregación; Su relación con ellos escandalizaba su falso concepto de decencia, y cuando observaban que Él era afable con los individuos más depravados, que hablaba palabras amorosas a las personas más caídas de la humanidad, decían de Él lo que pretendía ser una deshonra, aunque más bien resultaba algo sumamente honroso: “Este hombre a los pecadores recibe.”

Yo creo que nuestro Salvador no podría haber deseado recibir una descripción más evidentemente verdadera o más enteramente consistente con Su sagrada misión. Es el retrato exacto de Su carácter; una mano maestra parece haberle pintado con vivos colores. Él es el hombre que “a los pecadores recibe.” Muchas verdades han sido expresadas en son de burla, y otras se han dicho con intención denigrante. Los hombres han comentado a veces, burlándose: “ahí va un santo;” pero resulta que es verdad. Han dicho: “ahí va uno de Sus escogidos, uno de Sus elegidos,” y lo han dicho como una calumnia. Pero la doctrina que calumnian, consuela a la persona que la recibió; fue su gloria y su honor. Ahora los escribas y los fariseos deseaban calumniar a Cristo; pero al hacerlo, fueron más allá de sus intenciones y le otorgaron un título de renombre. “Este a los pecadores recibe, y con ellos come.”

Esta noche voy a dividir mis observaciones en tres partes. Primero, la doctrina de que Cristo recibe a los pecadores, que es una doctrina de la Sagrada Escritura. En segundo lugar, el ánimo que infunde al pecador; y en tercer lugar, la exhortación que naturalmente brota de ella, dirigida al pecador.

I. Primero, entonces, LA DOCTRINA. La doctrina no es que Cristo recibe a todo el mundo, sino que Él “a los pecadores recibe.” En el lenguaje común, en esa expresión entendemos que están incluidos todos. Está de moda, hoy en día, que cada uno mienta en contra de su convicción, diciéndose pecador cuando en realidad está convencido que es una persona muy respetable, un hombre de bien, y no concibe que haya hecho nada indebido en su vida. Es una suerte de confesión ortodoxa la que hacen los hombres, cuando afirman que son pecadores; aunque podrían muy bien usar cualquier fórmula en vez de otra, o repetir palabras en una lengua extranjera; pues no sienten una contrición profunda y sincera. No tienen una verdadera convicción de ser pecadores. Estos escribas y fariseos, en efecto, afirmaban virtualmente que ellos no eran pecadores; ellos señalaban a los publicanos y a las rameras, y a los indignos, y decían: “estos son pecadores, nosotros no.” “Muy bien,” dijo Cristo, “Yo apruebo la distinción que ustedes han hecho. En su propia opinión, ustedes no son pecadores; bien, estarán exentos, por el momento, de ser llamados pecadores. Yo apruebo su distinción. Pero quiero informarles que Yo vine para salvar precisamente a esas personas que en su propia apreciación y en la de ustedes, son pecadores.”

Estoy convencido que la doctrina del texto es esta: que Cristo no recibe a los que poseen justicia propia, ni a los buenos, ni a los sinceros, ni a los que sueñan que no necesitan un Salvador; sino que recibe a los de espíritu quebrantado, a los de contrito corazón, a aquellos que están prestos a confesar que han quebrantado las leyes de Dios, y han merecido Su enojo. Cristo vino a salvar a estos últimos, y únicamente a estos; y yo reafirmo el tema del pasado domingo por la noche: que Cristo ha muerto por ellos, y por nadie más; que Él ha derramado Su sangre por quienes están dispuestos a confesar sus pecados, y que en verdad buscan misericordia a través de las venas abiertas de Su cuerpo herido, y que por nadie más propuso ofrecerse en la cruz.

Ahora, observemos, amados, que hay una distinción muy sabia de parte de Dios, que le agrade así elegir y llamar a los pecadores al arrepentimiento, y no a los demás. Por esta razón, nadie sino los pecadores vienen a Él. Nunca se ha visto el milagro de que alguien que posea justicia propia venga a Cristo buscando misericordia; nadie ha venido jamás a Cristo, excepto aquellos que necesitan un Salvador. Es lógico que cuando los hombres no se consideran necesitados de un Salvador, nunca se acerquen a Su trono; y ciertamente es lo suficientemente satisfactorio para todos los propósitos que Cristo diga que Él recibe a los pecadores, viendo que los pecadores son las únicas personas que vendrán a Él buscando misericordia, y por tanto sería inútil que Él dijera que recibe a cualquiera; pero sí recibe a aquellos que con certeza vendrán.

Y observen, además, que nadie excepto esos pueden venir; nadie puede venir a Cristo mientras no se reconozca verdaderamente pecador. El hombre con justicia propia no puede venir a Cristo; pues ¿qué está implícito cuando se viene a Cristo? Arrepentimiento, confianza en Su misericordia, y la negación de toda confianza en uno mismo. Ahora, un hombre con justicia propia no puede arrepentirse, y al mismo tiempo ser justo con justicia propia. Él concibe que no tiene pecado; ¿por qué, entonces, habría de arrepentirse? Dile que venga a Cristo con humilde penitencia y exclamaría: “¡Ay!, tú insultas mi dignidad. ¿Por qué habría de acercarme a Dios? ¿En qué he pecado? Mi rodilla no se doblará para buscar perdón, puesto que no he ofendido; estos labios no buscarán perdón cuando no creo que he transgredido contra Dios; no voy a pedir misericordia.” El hombre con justicia propia no puede venir a Dios; pues su venida a Dios implica que cesa de tener justicia propia. El hombre con justicia propia tampoco puede poner su confianza en Cristo: ¿por qué habría de hacerlo? ¿Confiaré en un Cristo que no necesito? Si tengo justicia propia, no necesito, en mi propia opinión, un Cristo que me salve. ¿Cómo, entonces, podría venir con una confesión como esta:

“Nada traigo en mis manos”

cuando tengo mis manos llenas? ¿Cómo podría decir: “lávame,” cuando me considero limpio? ¿Cómo podría decir: “sáname,” cuando pienso que nunca estuve enfermo? ¿Cómo podría clamar: “dame libertad, dame libertad,” cuando estoy convencido que nunca he sido un siervo, y “jamás he sido esclavo de nadie”? Es únicamente el hombre que conoce su esclavitud en razón de su servidumbre al pecado, y el hombre que se reconoce enfermo y al borde de la muerte, en razón de su sentido de culpa: es únicamente el hombre que siente que no puede salvarse a sí mismo, el que puede confiar en el Salvador.

El hombre con justicia propia no puede tampoco renunciar a sí mismo, y asirse de Cristo, porque en la renunciación de sí mismo asumiría de inmediato el mismo carácter de aquellos que Cristo dice que recibirá. Se pondría entonces en el lugar del pecador, cuando arroje lejos su justicia propia. Vamos, señores, venir a Cristo implica quitarse las ropas inmundas de nuestra justicia propia, y ponernos el vestido de Cristo. ¿Cómo podría hacer eso, si a propósito me arropo con mi propio vestido? Y si para venir a Cristo, debo abandonar mi propio refugio y toda mi propia esperanza, ¿cómo podría hacerlo, si considero que mi esperanza es buena, y que mi refugio es seguro? ¿Cómo podría hacerlo, si supongo que ya estoy vestido adecuadamente para entrar a la cena de las bodas del Cordero?

No, amados, es el pecador, y únicamente el pecador, quien puede venir a Cristo; el hombre con justicia propia no puede hacerlo; está fuera de su alcance: y si pudiera, no lo haría. Su misma justicia propia pone grilletes a sus pies, de tal forma que no puede venir; paraliza su brazo, de tal forma que no puede aferrarse a Cristo; y ciega sus ojos, de tal forma que no puede ver al Salvador.

Además, hay otra razón: si estas personas que no son pecadoras, quisieran venir a Cristo, Cristo no recibiría de ellos la gloria. Cuando el médico abre sus puertas a los que están enfermos, y entrara yo gozando de perfecta salud, no ganaría ningún honor conmigo, porque no podría ejercer su capacidad en mí. El hombre benevolente podría distribuir toda su riqueza entre los pobres; pero si alguien que posee en abundancia se acercara a él, entonces no recibiría reconocimiento de esa persona por alimentar a los pobres, o por vestir a los desnudos. Si Jesucristo proclama que Él da Su gracia a todos los que la buscan, ciertamente es suficiente, viendo que nadie quiere ni puede venir por ella, excepto aquellos que son impulsados por sus necesidades perentorias. ¡Ay!, suficiente; es suficiente para Su honor. Un gran pecador trae gran gloria a Cristo cuando es salvado. Si un hombre que no es pecador pudiera alcanzar el cielo, se glorificaría a sí mismo, pero no glorificaría a Cristo. Si el hombre sin mancha se sumerge en la fuente, no podría engrandecer su poder purificador, pues no tiene manchas que lavar. El que no tiene ninguna culpa, nunca podrá engrandecer la palabra “perdón.” Entonces es el pecador, y únicamente el pecador, el que puede glorificar a Cristo; y por eso “Este a los pecadores recibe,” pero no se dice que reciba a nadie más. “No ha venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento.” Esta es la doctrina del texto.

Pero permítannos resaltar esa palabra: “Este a los pecadores recibe.” Ahora, mediante esto entendemos que Él recibe a los pecadores para darles todos los beneficios que Él les ha comprado. Si hay una fuente, Él recibe a los pecadores para lavarlos en ella; si hay medicina para el alma, Él recibe a los pecadores para sanar sus enfermedades; si hay una casa para los enfermos, un hospital, un lazareto para los moribundos, Él los recibe en esos refugios de misericordia. Todo lo que Él tiene de amor, todo lo que Él tiene de misericordia, todo lo que Él tiene de expiación, todo lo que Él tiene de santificación, todo lo que Él tiene de justicia, lo comparte cuando recibe al pecador. Sí, es más, no contento con llevarlo a Su casa, lo recibe en Su corazón. Toma al pecador, negro e inmundo, y habiéndole lavado, “he aquí,” le dice, “tú eres mi amado; mi deseo es para ti.” Y para consumarlo todo, al fin Él recibe a los santos en el cielo. Santos, dije, pero quise decir aquellos que fueron pecadores, pues nadie puede ser santo verdaderamente, sino aquel que una vez fue pecador, y ha sido lavado en la sangre de Cristo, y blanqueado por medio del sacrificio del Cordero.

Observen, entonces, amados, que recibir a los pecadores quiere decir el todo de la salvación; y esta palabra en mi texto, “Cristo a los pecadores recibe,” engloba todo el pacto. Él los recibe a los gozos del paraíso, a la bienaventuranza de los beatificados, a los cánticos de los glorificados, a una eternidad de felicidad por siempre. “Este a los pecadores recibe;” y yo le doy especial énfasis a este punto: no recibe a nadie más. Él no salvará a nadie más, excepto a aquellos que se reconocen pecadores. Plena y gratuita salvación es predicada a todos los pecadores del universo; pero no tengo salvación que predicar para aquellos que no se reconozcan pecadores. A ellos debo predicarles la ley, diciéndoles que su justicia está conformada por harapos inmundos, que su bondad se desvanecerá como una telaraña, y serán hechos pedazos como el huevo del avestruz es desmenuzado por el casco del caballo. “Este a los pecadores recibe,” y no recibe a nadie más.

II. Ahora, entonces, EL ÁNIMO. Si este hombre recibe a los pecadores, a los pobres pecadores enfermos por el pecado, ¡cuán dulce palabra es esta para ti! Ciertamente, entonces, Él no te rechazará. Ven, permíteme animarte esta noche para que vengas a mi Señor, para que recibas Su grandiosa expiación, y para que seas vestido con toda Su justicia. Fíjense: me estoy dirigiendo a los pecadores reales, flagrantes, bona fide (de buena fe dicen ser pecadores); y no a quienes dicen serlo por cortesía; no a quienes dicen que son pecadores para apaciguar, como suponen, a los religiosos del día. Yo me dirijo a quienes sienten su condición perdida, arruinada, desesperada. Todos estos están ahora franca y gratuitamente invitados a venir a Jesucristo, y ser salvados por Él. Vengan, pobres pecadores, vengan.

Vengan, porque Él ha dicho que los recibirá; yo conozco sus miedos; todos los hemos sentido una vez, cuando estábamos viniendo a Cristo. Yo sé que tú dices en tu corazón: Él me rechazará. Si yo presento mi oración, Él no me oirá; si clamo a Él, los cielos por ventura serán como bronce; he sido tan gran pecador, que nunca me llevará a Su casa para que more con Él.” ¡Pobre pecador! No digas eso; Él ha publicado el decreto. Es suficiente entre hombres (si consideramos honestos a nuestros semejantes), obtener una promesa. ¡Pecador!, ¿no es esto suficiente entre tú y el Hijo de Dios? Él ha dicho: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” ¿No te atreverás a aventurarte con base en esa promesa? ¿No te adentrarás en el mar en una barca tan sólida como esta: Él lo ha dicho? Esa promesa ha sido una y otra vez el único consuelo de los santos; basados en esa promesa han vivido y apoyados en ella han muerto: Él lo ha dicho. ¡Qué! ¿Piensas acaso que Cristo te mentiría? ¿Te diría que te recibirá pero no piensa hacerlo? ¿Diría: “Mis animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas,” pero te cerraría la puerta en tu cara? No, si Él ha dicho que no echará fuera a nadie que venga a Él, puedes estar seguro que no podría hacerlo, no te echaría fuera. Ven, entonces, prueba Su amor sobre esta base: Él lo ha dicho.

Ven, y no temas, pues debes recordar que si te sientes pecador, ese sentimiento es un don de Dios; por tanto, puedes venir con seguridad a Alguien que ya ha hecho tanto para atraerte. Un extraño llama a mi puerta, me pide limosna, y me dice de entrada muy claramente que nunca me ha visto antes, que no tiene argumentos para motivar mi generosidad, pero que se apoya enteramente en cualquier sentimiento benevolente que yo pudiese albergar en mi pecho. Pero si yo hubiera hecho cualquier cosa por él anteriormente, él podría decir, suponiendo que yo fuera rico: “señor, usted ha hecho tanto por mí, que pienso que no me abandonará al final; yo creo que no me dejará morir de hambre, después de tanto amor.”

¡Pobre pecador!, si sientes tu necesidad de un Salvador, Cristo hizo que la sintieras; si tienes un deseo de seguir a Cristo, Cristo te dio ese deseo; si tienes algún anhelo de Dios, Dios te dio ese anhelo; si puedes suspirar por Cristo, Cristo te hizo suspirar; si puedes llorar por Cristo, Cristo te hizo llorar. Ay, si tú pudieras desearlo con el fuerte deseo de alguien que teme que jamás podrá encontrar, y sin embargo espera poder hacerlo, si no pudieras hacer otra cosa que esperar en Él, Él te ha dado esa esperanza. Y, ¡oh!, ¿acaso no vendrás a Él? Tú tienes algunas de las gracias del rey contigo; ven y argumenta lo que Él ha hecho, pues no hay petición que pueda fallar ante Dios, cuando argumentas esto. Dile que Sus pasadas misericordias te exhortan a probarle de nuevo en el futuro. Arrodíllate, pecador, arrodíllate; dile esto: “Señor, te doy gracias porque me reconozco pecador; Tú me has enseñado eso; te bendigo porque no cubro mi pecado, porque lo conozco, porque lo siento; siempre está delante de mí. Señor, ¿acaso me harías ver mi pecado y no me dejarías ver a mi Salvador? ¡Cómo!, abrirías la herida y meterías la lanceta y sin embargo no me sanarías? ¡Cómo, Señor! Tú has dicho: ‘Yo hago morir,’ y ¿acaso al mismo tiempo no has dicho: ‘Y Yo hago vivir’? Tú me has hecho morir, y ¿no me harás vivir?” Argumenta eso, pobre pecador, y confirmarás que es verdad que “Este a los pecadores recibe.”

¿No es esto suficiente para ti? Entonces aquí tienes otra razón. Yo estoy seguro que “Este a los pecadores recibe,” porque ha recibido a muchos, muchos más, antes de ti. Mira, allí está la puerta de la Misericordia; observa cuántos han ido a ella; casi puedes oír ahora los golpes a la puerta, como ecos del pasado. Puedes recordar cuántos viajeros cansados por el viaje han llamado allí para obtener el descanso, cuántas almas hambrientas han pedido pan allí. Anda, toca a la puerta de la Misericordia, y hazle al portero esta pregunta: “¿Hubo alguna vez alguien que solicitara entrar pero que haya sido rechazado?” Puedo garantizarte la respuesta: “no, ninguno.”

“Ningún pecador fue enviado de regreso con las manos vacías,
Que haya venido buscando misericordia en el nombre de Jesús.”

Y, ¿serás tú el primero? ¿Crees acaso que Dios perderá Su buen nombre, rechazándote? La puerta de la Misericordia ha estado abierta noche y día, todo el tiempo desde que el hombre pecó; ¿crees que será cerrada en tu cara por primera vez? No, hombre, anda y prueba; y si descubres que así es, regresa y di: “tú no has leído la Biblia como debiste hacerlo;” o también puedes decir que has encontrado una promesa allí que no ha sido cumplida; pues Él dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” No creo que haya habido alguien jamás en este mundo que pueda decir delante de Dios que buscó misericordia de Él sinceramente, pero que no la encontró. Es más, yo creo que tal ser nunca existirá, sino que cualquiera que venga a Cristo encontrará misericordia con suma certeza. ¿Qué mayor motivación necesitas? ¿Quieres una salvación para aquellos que no quieren venir para ser salvados? ¿Quieres que la sangre sea rociada sobre aquellos que no quieren venir a Cristo? Podrás quererlo así, entonces; pero yo no te lo puedo predicar. No lo encuentro en la Palabra de Dios, y por tanto no me atrevo a hacerlo.

Y, ahora, pecador, tengo otro argumento para exhortarte a creer que Cristo recibirá a todos los pecadores que vienen a Él. El argumento es que Él llama a los que lo son. Ahora si Cristo nos llama y nos ordena venir, podemos estar seguros que no nos rechazará cuando hayamos venido. Una vez, un ciego estaba sentado a la vera del camino, pidiendo limosna. Oyó, (pues no podía ver), oyó las pisadas de muchos pies que pasaban a su lado. Preguntó a qué se debía todo esto: ellos respondieron que Jesús de Nazaret pasaba por allí. A gran voz clamó: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” El oído de la misericordia aparentemente estaba sordo, y el Salvador proseguía Su camino sin oír la oración. El pobre hombre se quedó quieto entonces, pero clamó con más fuerza, aunque no se movió. Sin embargo, cuando el Salvador le dijo: “Ven aquí,” ¡ah!, entonces no se demoró un instante. Ellos le dijeron: “levántate, te llama;” y haciéndolos a un lado, se abrió paso en la multitud, y ofreció la oración, “Maestro, que recobre la vista.” Bien, entonces, tú que te sientes perdido y arruinado, levántate y habla; Él te llama. Pecador convicto, Cristo dice: “Ven;” y para que estés seguro que Él te lo dice, citemos otra vez las Escrituras: “No he venido a llamar a los justos, sino a pecadores al arrepentimiento.” Tú eres llamado, hombre; entonces ven.

Si su majestad la reina pasara por aquí, difícilmente intentarías hablarle; pero si tu nombre fuera llamado, y además, por sus propios labios, ¿no irías a su carruaje? Y lo que ella tuviera que decirte, ¿no lo escucharías? Ahora el Rey del cielo dice: “Ven.” Sí, los mismos labios que un día dirán: “Venid, benditos,” dicen esta noche: “Vengan, pobres pecadores angustiados, vengan a mí, y Yo los salvaré.” No hay un alma angustiada en este salón, si su angustia es obra del Espíritu Santo de Dios, que no encuentre salvación en las heridas de Cristo. Cree, entonces, pecador, cree en Jesús, que Él puede salvarte perpetuamente.

Y ahora, solamente un punto más para recomendarles este ánimo. Ciertamente, pobres almas, yo sé que cuando ustedes están bajo un sentido de pecado, es muy difícil creer. Decimos algunas veces, “únicamente cree;” pero creer es justo la cosa más difícil del mundo, cuando el peso del pecado permanece sobre sus hombros. Decimos: “pecador, únicamente confía en Cristo.” Ah, ustedes no saben qué grande es ese ‘únicamente.’ Es una obra tan grande, que nadie puede hacerla sin la ayuda de Dios; pues la fe es el don de Dios, y Él la da únicamente a Sus hijos. Pero si hay algo que puede llamar al ejercicio de la fe, es esta última cosa que voy a mencionar.

Pecador, recuerda que Cristo quiere recibirte, pues vino desde el cielo para buscarte y encontrarte en medio de tus extravíos, y para salvarte y rescatarte de tus miserias; Él ha dado pruebas de Su sincero interés en tu bienestar, en que ha derramado la propia sangre de Su corazón, para redimir tu alma de la muerte y del infierno. Si Él hubiese querido la compañía de los santos, se habría podido quedar en el cielo, pues habían muchos allí. Abraham, e Isaac, y Jacob estaban con Él allí en la gloria; pero Él quería a los pecadores. Él sentía sed por los pecadores que perecen. Él quería convertirlos en trofeos de Su gracia. Él quería almas negras, para lavarlas hasta que quedaran blancas. Él quería almas muertas, para hacerlas vivir. Su benevolencia quería objetos en los que ejercitarse; y por tanto

“Descendiendo desde los refulgentes asientos de arriba,
Con gozosa prisa salió,
Y entró en la tumba en carne mortal,
Y habitó entre los muertos.”

¡Oh, pecador, mira allí y ve la cruz! ¡Observa a aquel hombre en ella!

“Mira: de Su cabeza, Sus manos, Sus pies,
El dolor y el amor se juntan y descienden.
¿Alguna vez se juntaron tal amor y tal dolor?
¿Alguna vez las espinas formaron corona tan rica?”

¿Notas aquellos ojos? ¿Puedes ver la lánguida piedad por tu alma, flotando en ellos? ¿Te puedes fijar en aquel costado? Está abierto para que puedas esconder tus pecados allí. ¿Ves esas gotas de sangre púrpura? Cada gota es derramada por ti. ¿Escuchas aquel grito de muerte: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?” Ese grito, en toda su solemnidad de profundos tonos, es por ti. Sí, por ti, si eres un pecador; si hoy le dices a Dios: “Señor, yo sé que te he ofendido; ten misericordia de mí, por Jesús;” si ahora, enseñado por el Espíritu, eres conducido a aborrecerte en polvo y cenizas, porque has pecado, verdaderamente, delante de Dios: te digo ante Sus ojos, como Su siervo, que serás salvado; pues Jesús no moriría por ti para dejarte perecer.

III. Ahora, el último punto es UNA EXHORTACIÓN. Si es cierto que Cristo vino únicamente para salvar a pecadores, mis amados lectores, trabajen, esfuércense, agonicen, para alcanzar en sus almas un sentido de su condición de pecadores. Una de las cosas más perturbadoras del mundo es sentirse pecador; pero esa no es una razón para que yo no les exhorte para que la busquen, pues aunque es perturbadora, es únicamente el malestar de la amarga medicina que conseguirá eficazmente la cura. No busquen alcanzar ideas elevadas de ustedes. Busquen confirmar una baja opinión propia; no traten de adornarse con ornamentos; que no sea su objetivo vestirse con oro y plata; no busquen hacerse buenos ustedes mismos; busquen desnudarse de ustedes mismos; busquen humillarse. No se eleven a las alturas, sino húndanse en las profundidades. No suban, sino bajen. Pídanle a Dios que les permita ver que ustedes no son absolutamente nada. Pídanle que los conduzca al punto de no tener nada que decir sino:

“Yo soy el primero de los pecadores”

Y si Dios escucha tu oración, muy probablemente Satán te dirá que no puedes ser salvo porque eres un pecador. Pero como dijo Martín Lutero: “Una vez, cuando yo estaba despedazado por el dolor y el pecado, Satán dijo: ‘Lutero, tú no puedes ser salvado, pues tú eres un pecador. ‘No,’ replicó Lutero, ‘voy a cortarte la cabeza con tu propia espada. Tú dices que soy un pecador; te agradezco que me lo digas. Tú eres un Satanás santo,’ (lo dice en son de burla, sin duda) cuando afirmas que soy un pecador. Bien, Satanás, Cristo murió por los pecadores y por tanto Él murió por mí. ‘Ah,’ agregó, si tú puedes demostrarme eso, Satanás, yo te daré las gracias por ello; y lejos de gemir, comenzaré a cantar, pues todo lo que necesitamos es saber y sentir que somos pecadores.”

Sintamos eso; sepamos eso, y podemos recibirlo como una indudable revelación, que tenemos un derecho de venir a Cristo, y de creer en Él, y de recibirle como toda nuestra salvación, y todo nuestro deseo. Sin duda la Conciencia vendrá y les pondrá un alto; pero no traten de cerrarle la boca a la Conciencia, sino que más bien díganle que están muy agradecidos por todo lo que dice: ‘oh, tú has sido un tipo sin esperanza; pecaste cuando eras joven; has pecado inclusive hasta ahora. ¡Cuántos sermones han sido desperdiciados en ti! ¡Cuántos domingos has quebrantado! ¡Cuántas advertencias has despreciado! Oh, tú eres un pecador sin esperanza.’ Respóndanle a la Conciencia que le agradecen, pues entre más puedan probar que son pecadores, no por hechos exteriores, sino en lo íntimo de su corazón, más sabrán que son realmente culpables, y mayor razón tendrán para venir a Cristo diciendo: “Señor, yo creo que has muerto por los culpables; yo creo que Tu intención es salvar a los indignos. Yo me arrojo sobre Ti; ¡Señor, sálvame!” Eso no les va bien a muchos de ustedes, ¿no es cierto? No es el tipo de doctrina que halague mucho al hombre. No; ustedes quisieran ser gente buena, y ayudarle un poco a Cristo. A ustedes les gusta esa teoría que algunos ministros están siempre proclamando. “Dios ha hecho mucho por ti; tú haz el resto y entonces serás salvo.” Esa es una doctrina muy popular; tú haces una parte y Dios hará la otra parte. Pero esa no es la verdad de Dios, es sólo un delirante sueño. Dios dice: “Yo lo haré todo; ven y póstrate a mis pies; renuncia a tus obras; déjame tomar todo a Mi cargo; después, te haré vivir para mi gloria. Únicamente para que puedas ser santo, Yo deseo que confieses que eres impío; para que puedas ser santificado, debe confesar que todavía eres perverso.”

Oh, hagan eso, lectores. Caigan delante del Señor; póstrense. No se queden de pie llenos de orgullo, sino póstrense delante del Señor en humildad; díganle que están arruinados sin Su gracia soberana; díganle que no tienen nada, que no son nada, que nunca serán algo sino nada, pero que ustedes saben que Cristo no necesita nada de ustedes, pues los aceptará tal como son. No busquen venir a Cristo con algo, además de su pecado; no busquen venir a Cristo con sus oraciones como una recomendación; no vengan a Él inclusive con profesiones de su fe; vengan a Él con su pecado, y Él les dará fe. Si se quedan lejos de Cristo, y piensan que tendrán fe aparte de Él, cometen un grave error. Es Cristo quien nos salva; debemos venir a Cristo para todo lo que necesitamos.

“Tú, oh Cristo, eres todo lo que necesito;
Todo en todo en Ti lo encuentro:
Levantas al caído, ánimas al débil,
Sanas al enfermo, y guías al ciego.”

Jesús hará eso y más todavía; pero debes venir como ciego, debes venir como enfermo, debes venir como perdido, pues de lo contrario no puedes ni debes venir.

Ven, entonces, a Jesús, te lo suplico, independientemente de todo lo que hasta este momento te haya impedido venir. Tus dudas te mantendrán alejado, pero di: “apártate, Incredulidad; Cristo dice que Él murió por los pecadores: y yo sé que soy pecador.”

“Mi fe vivirá por esa promesa,
Y en esa promesa morirá.”

Y hay algo que quiero decir, antes de llegar a una conclusión. No permanezcan alejado de Cristo, cuando se reconozcan pecadores, porque piensen que no entienden cada uno de los puntos de la teología. A menudo recibo a jóvenes convertidos, y me dicen: “yo no entiendo tal o cual doctrina.” Bien, me da mucho gusto, en la medida que puedo, explicárselas. Pero alguna veces recibo, no a jóvenes convertidos, sino a jóvenes convictos, aquellos que están bajo convicción de pecado; y cuando estoy tratando de llevarlos a esto, es decir, que no son otra cosa que pecadores que pueden creer en Cristo, ellos comienzan con este intrincado punto, y se imaginan que no pueden ser salvos hasta no ser teólogos consumados. Ahora, si ustedes esperan entender toda la teología antes de poner su fe en Cristo, sólo puedo decirles que nunca lo lograrán; pues independientemente de cuánto tiempo vivan, habrá siempre algunas profundidades que no podrán explorar. Hay ciertos hechos incuestionables que deben comprender; pero siempre habrán dificultades que no serán capaces de ver. El santo más favorecido de la tierra no lo entiende todo; pero ustedes quieren entenderlo todo antes de venir a Cristo. Un hombre me pregunta cómo vino al mundo el pecado, y no vendrá a Cristo mientras no sepa eso. Bien, el estará perdido más allá de toda esperanza de recuperación, si espera hasta llegar a saberlo; pues nadie lo sabrá jamás. No tengo razón para creer que sea ni siquiera revelado a quienes se encuentran en el cielo. Otro quiere saber cómo es que los hombres reciben la orden de venir (y sin embargo, se nos enseña en la Escritura que nadie puede venir), y él necesita que se le aclare eso; justo como si el pobre hombre que tenía su brazo seco, cuando Cristo le dijo: “Extiende tu brazo,” hubiera respondido: “Señor, tengo un problema mental; quiero saber cómo me puedes decir que extienda mi brazo cuando está seco.” Supongan que cuando Cristo le dijo a Lázaro: “¡Ven fuera!”, Lázaro hubiera respondido: “tengo una dificultad mental; ¿cómo puede un muerto venir fuera?”

¡Vamos, debes saber esto, hombre vano! Cuando Cristo dice “Extiende tu brazo,” Él te da el poder con el mandato, para que extiendas tu brazo, y la dificultad es resuelta en la práctica, aunque yo creo que nunca será resuelta en la teoría. Si los hombres quieren que la teología les sea presentada en un mapa, semejante a un mapa de Inglaterra; si quisieran tener cada pequeña aldea y cada seto del Evangelio del reino delineados en un mapa, no lo encontrarán en ninguna otra parte, excepto en la Biblia; y encontrarán todos los elementos tan bien delineados que los años de Matusalén no serían suficientes para descubrir cada pequeño detalle en ella. Debemos venir a Cristo y aprender, y no aprender y entonces venir a Cristo. “¡Ah!, pero,” dirá alguien, “ese no es el sustento de mis dudas; yo no me quedo muy perplejo acerca puntos teológicos; tengo una ansiedad peor que esa: siento que soy demasiado malo para ser salvo.” Bien, entonces yo creo que estás equivocado; esa es toda la respuesta que puedo darte; pues yo le creeré a Cristo antes de creerte a ti. Dices que eres demasiado malo para ser salvado; Cristo dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Ahora, ¿quién estará en lo correcto? Cristo dice que Él recibirá al peor de todos y tú dices que no lo hará. ¿Qué pues? “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso.” Pero hay un tema de consuelo que desearía que reciban; yo deseo que Dios los conduzca a venir y probar al Señor Jesucristo, y vean si Él los echaría fuera. ¿Qué me importa ser a menudo reprochado por hacer mis exhortaciones al peor de los pecadores? Se dice que enfoco mi ministerio a los borrachos, a las rameras, a los blasfemos, y a los pecadores de la peor calaña. Qué me importa que el dedo del escarnio sea apuntado hacia mí, o que sea considerado como un tonto ante la gente; ¿piensan que seré disuadido por su ironía? ¿Piensan que me quedaré avergonzado ante su hiriente ridiculización? Oh, no: como David, cuando danzó delante del arca del Señor, y Mical, la hija de Saúl, se burló de él y le menospreció como a un sinvergüenza, yo únicamente replicaré, que si esto es vil, me propongo ser más vil todavía.

Mientras vea las huellas de mi Señor delante de mí, y mientras vea todavía más señales llenas de gracia que confirmen mis labores; mientras vea que Su nombre es engrandecido, Su gloria es incrementada, y las almas que perecen son salvadas, (y gracias sean dadas a Dios por lo que hemos visto cada día), mientras este Evangelio me dé seguridad, mientras el Espíritu de Dios me mueva, y mientras las señales evidentes multipliquen los sellos de mi ministerio ¿quién soy yo para detenerme por causa del hombre, o resistir al Espíritu Santo por cualquier carne que tenga aliento? ¡Oh, entonces, tú que eres el peor de los pecadores, tú, el más vil de los viles, tú que eres la hez de la ciudad, el desecho de la tierra, la basura de la creación, a quien nadie busca, tú que tienes el carácter destruido, y cuya alma está inmunda en lo más íntimo, tan negra que ningún lavador de la tierra puede blanquearla, tan envilecido que ningún moralista creería que eres recuperable! Ven tú, ven a Cristo. Ven siguiendo Su propia invitación. Ven, y serás recibido con toda seguridad con una cálida bienvenida. Mi Señor dijo que Él a los pecadores recibe. Sus enemigos lo afirmaron de Él: “Este a los pecadores recibe.” De hecho y en verdad sabemos con certeza que Él ciertamente recibe a los pecadores, siendo testigos los propios enemigos.

Ven ahora, y dale el mayor crédito a Su palabra, a Su invitación, a Su promesa. ¿Acaso objetas que fue únicamente en los pocos días de gracia de Su residencia en la tierra que recibía a los pecadores? No, no es así; está confirmado por toda la experiencia subsiguiente. Los apóstoles de Jesús hicieron eco a ella después que Él hubo ascendido al cielo, en términos tan claros, como Él mismo la expresó cuando se encontraba todavía aquí. ¿Acaso no creerán esto: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”? Ustedes, despreciadores, váyanse y ríanse de esto; váyanse, y búrlense del Evangelio predicado, si quieren; pero un día nos encontraremos, cara a cara, ante nuestro Hacedor, y puede resultar muy duro para aquellos que han despreciado a Cristo, y se han reído de Sus palabras llenas de gracia.

¿Hay algún infiel aquí que diga que le irá lo suficientemente bien si muere la muerte de aniquilación, sin la existencia de un mundo futuro? Bien, amigo mío, supón que todos los hombres mueran como perros, y que yo estaré tan bien como lo estarás tú, aunque tal vez un poco mejor en cuanto a felicidad y paz en este mundo. Pero si, (y fíjate que no uso el condicional porque lo dude), si fuera cierto que hay un mundo venidero, no me gustaría estar en tu lugar en ese mundo venidero. Supongamos que hay un trono de juicio; que haya un infierno (lo digo hipotéticamente, no porque tenga alguna duda al respecto, sino porque tú me dices que lo dudas, aunque no creo que realmente lo hagas), si hubiese un lugar así, ¿qué harías entonces? Vamos, inclusive ahora tiemblas si se cae una hoja en la noche; estás horrorizado si el cólera merodea en las calles; estás alarmado si estás un poco enfermo, y corres al médico, y cualquiera puede engañarte con sus medicinas, porque le temes a la muerte. ¿Qué harás en los desbordamientos del Jordán, cuando la muerte se aferre a ti? Si un pequeño dolor te espanta ahora, ¿qué harás cuando tu cuerpo se sacuda, y tus rodillas se golpeen entre sí delante de tu Hacedor? ¿Qué harás, lector, cuando Sus ojos ardientes penetren al centro de tu alma? ¿Qué harás, cuando, en medio de diez mil truenos, Él diga: “Apartaos, apartaos”? No puedo decirte qué harás; pero te diré una cosa que no te atreverás a hacer; y es que no te atreverás a decir que yo no traté de predicarte el Evangelio tan sencillamente como siempre, al primero de los pecadores.

Óiganlo de nuevo: “El que creyere será salvo.” Creer es confiar en Cristo; soltarse en esos benditos brazos que pueden sostener al pecador más pesado que jamás haya tenido aliento; dejarle hacer todo por ustedes, hasta que les haya dado vida, y les haya permitido ocuparse en lo que Él previamente obró en ustedes, “su propia salvación,” e inclusive esto debe ser con “temor y temblor.” ¡El Dios todopoderoso conceda, que alguna pobre alma pueda ser bendecida hoy! Tú que estás en la costa, no espero hacerte ningún bien. Si tengo un dispositivo para lanzar cuerdas mar adentro, es solamente el barco encallado, o el marinero náufrago el que se regocijará al ver la cuerda. Ustedes que se consideran a salvo, no tienen necesidad de que les predique; ustedes son tan peligrosamente buenos en su propia opinión, que no tiene caso que intente hacerlos mejores; son todos tan terriblemente justos, que pueden seguir muy bien su camino, sin ninguna advertencia de mi parte. Deben disculparme, por tanto, si no tengo otra cosa que decir, excepto esta: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!” y permítanme dirigirme a otra clase de personas, a los más viles de los viles. No me importa si me gano el mote del predicador de los más despreciables y viles; no me avergonzaría de ser denigrado como Rowland Hill, como el predicador de las clases más despreciables; pues ellos necesitan el Evangelio tanto como cualquier otra criatura bajo el cielo; y si nadie se los predica, con la ayuda de Dios, me esforzaré por predicarles el Evangelio con palabras que puedan entender. Y si a la gente educada no le gusta la predicación de ese estilo, tienen la opción de no hacerle caso. Si quieren oír a predicadores de estirpe intelectual, por encima de la capacidad de pecadores comunes, que vayan y los oigan; yo debo contentarme con seguir a mi Señor, quien “se despojó a sí mismo,” para ir tras pecadores insólitos, de una manera insólita. Prefiero ir contra el decoro del púlpito, y atropellar la decencia del púlpito, que dejar de quebrantar corazones endurecidos. Considero que esa suerte de predicación es la correcta, que de una manera u otra, alcanza el corazón, y no me importa cómo lo haga. Yo confieso que si no puedo predicar de una manera, lo haría de otra; si nadie viene a oírme cuando llevo un traje negro, tal vez sean atraídos si uso un traje rojo. De alguna manera u otra, les haría oír el Evangelio si pudiera; y me esforzaré por predicar de tal manera que el entendimiento más limitado sea capaz de entender este hecho: “Este a los pecadores recibe.” ¡Que Dios los bendiga a todos, por Cristo Señor nuestro!

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